jueves, 17 de septiembre de 2009

Diario de una apuesta (Capítulo diecinueve)

Por fin el anhelado concierto de la universidad se convierte en una realidad. Los muchachos no pueden acompañarme así que me toca ir solo. Sofía me llama para decirme que me espera, que van a estar sus padres y les agradaría mi compañía. De solo saber que ella va a estar allí mi entusiasmo mejora, y es comprensible: cuando uno ama es fácil convertirse en un péndulo, en una veleta que oscila conforme al peso y al viento. Saber que puedo bailar un rato con ella, que puedo estar cerca me llena el vacío del estómago. Hasta ese punto he llegado, y por algún extraño arbitrio entiendo a Gasparín.
Me hago el loco en la casa mientras se acerca la hora del concierto. Quedo de llegar a las nueve pero evito salir corriendo para no ser tan evidente. Así que me tomo el tiempo para releer unos cuentos que tengo del señor Monterroso.
A las nueve y treinta suena mi teléfono; es ella que me espera, sus padres ya están ahí. La vuelvo a sentir mía, aunque la sombra del Agelasta me apesta, se levanta como la niebla que en 1.924 envolvió a los alpinistas George Leigh Mallory y Andrew Irvine, de quienes nunca se volvió a saber. Lo único que me tranquiliza es que parece que entre Sofía y el Agelasta las cosas van de mal en peor, y puede ser mi gran oportunidad, mi gran salto hacia ella (repito: hasta ese punto me entusiasmo, me ciego, caigo).
Salgo de la casa con el aire de la noche a mi ilusionado favor. Me limpio los zapatos antes de poner un pie en la calle, las medias son del mismo color del pantalón, utilizo un poco de gomina en el pelo. Camino chasqueando los dedos de las manos pues no puedo evitar cierto nerviosismo; camino oliendo a Issey Miyake. Veo el rostro de Sofía por donde quiera que mire. Todas las posibilidades de tenerla se me abren de repente, como ese mar en la bahía de Santa Marta que irrumpe soberanamente en tiempos de leva, de bravura.
Como el lugar donde se realiza la fiesta es el parqueadero del puerto, a un lado de la vía, puedo reconocer sin mayores rigores la espalda de Sofía en medio de la gente que canta y baila; allí también está su familia, cercada por las vallas publicitarias de cerveza Águila. Me quedo observándolos a corta distancia; siento que amo a esa mujer con cada uno de mis sentidos, que quiero ser parte de ella en esta vida y en las que nos permitan vivir. Su hermana Cata es la primera en reconocerme, se suelta de la mano de su mamá y sale corriendo a mi encuentro, y se me cuelga de los brazos con toda la inocencia de sus tres años, con todo su olor a colonia de flores frescas.
Sofía no puede estar más bella porque sería redundar. Una blusa color aguamarina con una imagen de la virgen prendida en su pecho revelan todo el encanto. En el lugar hay otros compañeros de clase, así que también los saludo pero me quedo con la familia de Sofía, los siento más cercanos. Su papá me bombardea con copitas de ron que me hace ingerir sin dar lugar al rechazo; el ritmo de la música termina por acalorarme. Sofía permanece con los compañeros de clase disfrutando de la fiesta, sin hablarme, sin dirigirme una mirada. Todo me da vueltas porque no entiendo su indiferencia; si tan solo hace poco llamaba por mi demora, pero ahora ni se inmuta, se mueve como sola en su espacio. Roberto, otro de los tarados de clase, en quien no pensé en esta historia, no se le despega y eso me enfurece. La llamo para preguntarle por su ausencia, pero no me responde, solo sonríe, me acaricia el pelo, sus ojos destellan licor, un incendio extraño, vuelve a su sitio con Roberto y éste la abraza por la cintura. Glup.
La mamá me confiesa que en verdad no andan muy bien las cosas entre ella y el Agelasta, que sería bueno que ella se fijara en otro hombre, en alguien que la respetara más, que ella sabe algunas cosas y no está de acuerdo con lo que pasa en sus vidas. A veces escucho atento y otras en la lejanía, en el plano de Sofía. El licor hace su efecto como la indiferencia de ella. Quisiera arrebatarle el micrófono al cantante de champeta para gritar la rabia que tengo, los celos, pero me fulmina la imposibilidad; una carcajada de hiena me taladra los sentidos. Como si fuera poco Sofía se me acerca y me dice que el Agelasta va a llegar, pero que no me preocupe, como si no estuviera preocupado desde mi llegada, viéndola con Roberto, indiferente ante mi padecimiento. Pocos minutos después la veo salir, el aire me susurra que afuera está con él, el dolor es aún más inevitable. Su mamá trata de darme ánimos con una mirada, su gesto es sincero. Al rato regresa Sofía con las mejillas incendiadas; se bebe un sorbo de licor que tiene Roberto en las manos, baila con él, su rostro es duro, todo es confuso, la fiesta comienza a perder su encanto y la gente se prepara para salir. Veo a Sofía sola, extraviada hasta en la mirada, sin fijarse en mí definitivamente, sin fijarse en nadie, con movimientos torpes, la desconozco. Tiene su teléfono en la mano y marca un número, hay desespero en sus gestos. Un cuchillo me atraviesa la espalda, la angustia es total. Aprovecho que los padres de Sofía están bailando y salgo sin despedirme, agónico, y solo en la calle me detengo para tomar un poco de aire.
Hay gente hasta para hacer una fábrica de salchichón. Me apoyo en una de las vallas cuando Sofía pasa por mi lado, rozándome la piel (en ese instante yo no existo en sus recuerdos); ella sigue de largo, cruza la calle directo hacia un carro que parece esperarla, se sube al lado del conductor, el carro sale disparado como una bala pero el impacto lo siento yo en mi corazón. Hay unas manos invisibles arrojándome a la oscuridad del sótano; maldigo a Sofía por semejante desplante, por no entender la grandeza de mi amor, por pisotear el jardín de flores que cultivé desde que la conocí.
La centella de Julián aparece en su moto, me dice que él me lleva a la casa. Acepto aunque preferiría caminar, envolatar la decepción antes de llegar. Pero eso no se lo digo. Al subirme a la moto le pregunto que si el Agelasta tiene carro; Julián responde que no. Le cuento que Sofía se ha ido en uno color crema, sin despedirse. Julián me dice que el carro es de Roberto. Roberto me da vueltas en la cabeza, Roberto es ahora la piedra en el zapato, Roberto es lo que yo no soy en el momento.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Diario de una apuesta (capítulo dieciocho)

Por fin llega el tiempo del paredón. Los días han ido y venido en un santiamén, sin llevar o traer nada nuevo.
El profesor escucha atento con sus orejas de radar. Carlos es bueno en las ayudas audiovisuales, se ha sobrado en imágenes y en cháchara. La que expone ahora es Karime, la dulce de Karime como una hermana. El azul de sus ojos se ha acentuado con el nerviosismo de la exposición. Tiene en las manos un señalador láser, pero por instantes olvida cuál es su función. El profesor, que en muchas de las apreciaciones está de acuerdo, quiere que le refuerce cada punto, que ahonde en cada uno de ellos; no desea que uno salga al paredón como cotorra mojada que repite lo que otros piensan. Karime habla de lo bueno y de lo malo de la influencia de los medios de comunicación, pero se enreda, sus ojos imploran y en lo profundo se llenan de agua. Leonel sale en su defensa pero el profesor lo hace sentar de un regaño parecido a un grito. El pusilánime de Nelson suelta una carcajada. Tatiana vuelve a mostrarme un pedazo de su carne porque se le ha corrido la falda. Y el Agelasta está refundido entre su grupo sin mover un solo párpado, es lo normal; me da risa verlo en su rigidez de muerto. No lo odio pero no puedo ser su amigo, no somos compatibles, amamos a la misma mujer y eso ya nos hace irreconocibles, es como una animadversión pasiva; además, Sofía me ha contado lo patán que se vuelve y no tiene perdón el miserable; no sé por qué no se va a vivir bajo las piedras con los cangrejos.
Karime se esfuerza por hacernos entender pero se enreda aún más. El profesor le pide entonces a Sofía que le ayude. Su salida al frente de la horca me hace apretar los dientes. Uno piensa en el ridículo que puede hacerse al frente y más se encoje el cerebro. No lo digo por ella sino por mí, por Martha, por Germán, por el Agelasta. Sofía se planta con propiedad, como un ángel de luz; habla como si estuviera frente al espejo, en palabras de ella todo adquiere otra dimensión, es como leer un libro con el que uno se identifica desde la primera página; su desenvolvimiento nos hace soltar un aplauso. Leonel levanta la mano para aportar otros datos pero el profesor vuelve y lo frena, lo trata como si fuera chatarra, quiere que solo hablen las mujeres, a mí me parece que hay gato encerrado. Amanda pide ciertas aclaraciones sobre el tema, Karime responde en un momento de iluminación. El profesor anota en su libreta algunas cosas, sin decir nada, la polémica quiere dejarla para el final, cuando no haya más expositores. Finalmente yo me quedo con todo el maldito rollo entre los sesos.
El profesor es otro cretino que no sabe nada. Aprende de sus alumnos, nosotros le enseñamos y a él es a quien le pagan. Así son las cosas.
Lo único que me da ánimos es que esa noche por fin voy a presentar a Sofía, por decirlo así, ante Perrito y Gasparín, porque Camarón anda con alguna nueva nínfula. Voy a llevarla orgulloso como si mi hazaña de tenerla fuera más grande que alcanzar sin oxígeno la cima del monte Everest.


Y ahora Liliana. Estos últimos días nos permitieron conocernos un poco más, entendernos como buenos hermanos. Le pido que arregle su vida con Carlos, que aunque el matrimonio duela a veces, es matrimonio, que en todo hay altibajos. Y se lo digo yo que no sé nada de eso, que pienso en el matrimonio como un mal negocio donde ambas partes pierden.
En todo caso Liliana me abraza como nunca lo ha hecho. Es bueno sentir que tu hermana te quiere aunque nunca lo diga, que han quedado atrás resentimientos un tanto infundados, los tropezones por las escaleras, las palabras necias, los gestos ofensivos. Liliana es mi hermana, mi buena hermana, que regresa a su hogar con un renovado aire, con un hermano queriéndola como debió ser desde el comienzo. Pero la historia parece repetirse en mi hermanito. Definitivamente muchas veces no aprendemos de los errores del pasado.

Lo malo de presentarle a Perrito una chica es que no diferencia entre la confianza y ser confianzudo. Saluda a Sofía con un tono halagador, digno de su creación de mujeriego, de su impostada personalidad. Gasparín hace lo mismo pero con mayor moderación, más galante, con más clase, corriendo una silla para que ella se siente. Los dos parecen usar el mismo perfume. Los dos miran a Sofía como si por primera vez observaran algún nuevo destello en el paisaje.
–Disculpe muñeca que este muchacho no sea caballero, pero nunca ha aprendido a tratar a una dama –dice Perrito con sorna, con palabras que yo entiendo.
–Bueno, bueno, sale en defensa Gasparín, no es momento de decir esas cosas; a lo que vinimos, Sofía, ¿qué quiere tomar?
–Una cerveza está bien, responde ella sin dejar de mirarme.
Pedimos cuatro cervezas, es lo más común para tomar en medio de este infierno, aunque Punta Aguja, el lugar de encuentro, es fresco porque esta ubicado en una esquina y por allí corre algo de brisa.
Hay un breve instante de silencio, como si no supiéramos por dónde empezar, como si todas las miradas estuvieran sobre nosotros, y nosotros acabáramos de cometer un crimen. Sofía me toma la mano por debajo de la mesa.
Perrito empieza a contar, mejor, a contarle a ella sobre mis hábitos que no son ni la mitad de lo que dice, exagera cada palabra, cada gesto con una bajeza sin precedentes:
–Si supera muñeca que este (me señala), ahí donde lo ve, con su cara de ratón recién nacido, le dedica poemitas lacrimógenos a todas las chicas que se le atraviesan por la calle; el cielo (lo señala), tan estrellado que está, lo ha regalado más de una vez, creo que se sabe el nombre de todas las constelaciones; de las rosas ni se diga, ya lo conocen en las floristerías y en las tiendas donde venden peluches; es el típico romántico, un expreso de medianoche desbocado por las calles de esta Santa Marta.
Gasparín reconoce la broma pero lo apoya. Estoy en medio del huracán y no puedo hacer nada porque parece que hoy es mi turno de trapear el piso. Trato de defenderme pero es imposible, son dos contra uno, es una estampida de elefantes asustados. Sofía, que no puede evitar sonreír, me aprieta de nuevo la mano en una señal que no sé si es de comprensión o de “ya hablaremos después”.
–Tanto hay para contar, muñeca –continúa Perrito –que nosotros no podemos presentarle ninguna amiga porque le tira el zarpazo, y la que no cae en sus manos la deja matada; usted se salvó de milagro.
Gasparín le hace un guiño para que baje el tono, pero es imposible. Contra las bromas de Perrito es difícil reaccionar. Como pescador, sabe echar la red. No cede la palabra, no da espacio para un atisbo de salvación.
Sin embargo, entre broma y broma nos acercamos a lo que somos y queremos, a lo bueno y lo malo de recorrer caminos con pies descalzos. Unos instantes de lucidez, o mejor, de coherencia, pasan por la mente de Gasparín, y sanamente nos hace sonreír con las anécdotas de sus experiencias, con el agua salada que ha tragado de ir mar adentro en busca de sus reconciliaciones.
Aprovechando que el mesero trae otras cuatro cervezas, Sofía pide permiso para ir al baño. Es indudable que en Sofía encarna una diosa griega.
–Mire a este gusano con semejante belleza –aprovecha Perrito para arremeter con su jerga–, le está funcionando muy bien el maleficio, mijito, porque no creo que sea otra cosa, de eso ella no le ha dado.
–Déjelo tranquilo, guache, además no tenemos confianza con Sofía para ventilar tantas cosas –dice Gasparín como para redimirse.
–Qué va, que se dé cuenta de una vez con quién se está metiendo –alega Perrito riéndose y mirando para atrás por si ella regresa–. Mire, ni habla, parece enamorado el gusano.
–Deje la güevonada, hombre, no crea que está tratando con una gairosa de esas que tiene hasta en la sopa –respondo iracundo.
–¿Si se fija que no aguanta una broma?
–Sí las aguanto, Perrito, pero no es el momento adecuado para eso, Sofía es toda una mujer como para escuchar ciertas cosas, o al menos no por ahora.
–Bueno, bueno, niño bonito, después hablamos, se la rebajo por ella, porque apenas la conozco, pero espere que me dé confianza, espérese no más.
Sofía regresa mordiéndose el labio. El azul de su teléfono está encendido. Mala señal. Se acerca a mi oído y me dice que tiene que irse, que “surgió algo” a última hora, que luego me explica, luego, como todo. Ni siquiera tiene tiempo de terminar la cerveza, de un suspiro, de calmar el ardor de mi corazón.
Me da un beso en la mejilla, cuando el mesero le indica que ya llegó el taxi. Sus ojos me miran con nostalgia porque sabe que no es fácil, sus ojos que me dicen que se queda conmigo. Se despide de los muchachos que también quedan estupefactos por su repentina partida; se despide dejándome con los sueños intactos, con un vacío que aún no se me quita.
Lo que sigue es peor porque Perrito da rienda suelta a su locura y a sus frases ponzoñosas que envenenan pero no matan.
Y como siempre, terminamos en la playa. Los tres, solo los tres, sin mujeres, sin Camarón que no repunta por ningún lado. Los tres, definitivamente, sin estorbarnos.

La contradicción llega con los días. Se hace tangible en mi vida, en nuestras vidas, y acaso los amigos sobreviven.
Entre Sofía y yo todo comienza a desbaratarse como la cortina de humo cuando llega el aguacero. Me doy cuenta del espejismo. Me doy cuenta de que soy una enredadera asfixiándome, sin flores ni semillas. Mis elucubraciones se borran a la medida de sus ausencias, sus desplantes, sus excusas; a veces me llama y me dice que me extraña, que quiere verme pero que no puede; a veces gira tan repentinamente para darme un beso y a veces ni me reconoce; a veces veo el paraíso y otras, las últimas, el final, sí, el final de algo que quizá no ha existido, salvo en mi memoria, en mis sueños, en mi corazón.
Allí es donde no comprendemos por qué razón el amor de uno no alcanza para abrigar al otro. Debiera alcanzar para llenar la falta del otro. Si en una casa comen dos y comen tres, por qué en el amor, cuando como uno, no come el otro. Siempre el otro. La otra mitad. Pero todo es una maldita utopía. No hay príncipes ni princesas en castillos en tierras remotas; no hay unicornios ni dragones que nos lleven al centro del otro, si el otro ha dejado de soñar en el mismo universo.
Sé que Sofía está separada del Agelasta porque su mamá me lo contó como para darme ánimos (no sé qué tanto sabe), pero eso más la tiene alejada de mi mundo, como si me culpara a mí de no estar bien con él. O quizás las palabras de Perrito calaron hondo, hicieron efecto. O de pronto descubrió que no le gusta el color de mi corazón.
La confusión es el principio de mi locura; ella no me cuenta nada, no hace nada, y otra vez la nada vuelve a inmiscuirse en mi vida. Yo le hago el reclamo con las palabras más amorosas, pero silencio; yo le hago el reclamo con palabras más fuertes, entonces me deja porque soy un grosero, como él, y me compara, y me mide. No sé qué actitud adoptar, no sé cómo comportarme, no sé a qué línea de atención al enamorado llamar. Tengo el ánimo en la planta de los pies, en la parte más oscura. Entonces recuerdo las palabras de un escritor chileno muerto por estos días, en su novela Los detectives salvajes: “Después hicimos el amor pero fue como hacerlo con alguien que está y no está, alguien que se está yendo muy despacio y cuyos gestos de despedida somos incapaces de descifrar".